Recientemente he
encontrado un viejo escrito dedicado a la memoria de un amigo que había
fallecido trágicamente cuatro años atrás. Tanto lo guardé que lo tenía perdido.
Por entonces,
impresionado aún por su fatídico destino, esbocé un cuadro al óleo exaltando
sus virtudes y aficiones, y en donde él, ensombrecido entre la nieblina de la
irrealidad y rodeado de algunos angelillos,
permanecía sentado entre nubes tañendo su guitarra. Abajo, permanecía lanzada su
caña de pescar, su fiel perro de caza, “Gringo”, y su escopeta, en una alegoría
quimérica donde insinuaba su ausencia en
el vacío de un vaso y una ciudad solitaria, mientras una musa
imploraba por él ante un reloj de la vida.
Hoy mecanografío aquel manuscrito tal y como lo
encuentro. Lleva de fecha: domingo 17 de junio de 1979.
RECORDANDO A AGUSTÍN MERLOS ALARCÓN
“Hace mucho tiempo que no he ido a pescar. Él y yo solíamos hacerlo a menudo. Él me inculcó ese deporte de paz y paciencia. Y en las largas tardes de verano solíamos viajar hacia el pantano de Alarcón. En sus riberas pobres y arenosas clavábamos nuestras cañas preparadas con cascabel y masillas y, tranquilamente, mientras comíamos algo que siempre él aportaba: un tomate de secano, con sal y un trago de vino tinto, esperábamos el tirón de alguna carpa hambrienta.
“Hace mucho tiempo que no he ido a pescar. Él y yo solíamos hacerlo a menudo. Él me inculcó ese deporte de paz y paciencia. Y en las largas tardes de verano solíamos viajar hacia el pantano de Alarcón. En sus riberas pobres y arenosas clavábamos nuestras cañas preparadas con cascabel y masillas y, tranquilamente, mientras comíamos algo que siempre él aportaba: un tomate de secano, con sal y un trago de vino tinto, esperábamos el tirón de alguna carpa hambrienta.
¡Jamás borraré de mí esos recuerdos de
compañerismo, de amistad, de aventuras! Y cuántas veces volvíamos tan serios,
con la esperanza de ser más afortunados otro día, porque el viento, la
temperatura variable, o mil cosas más que habían ocurrido, empujaban a las
ansiadas piezas vestidas de escamas a su letargo pasajero y desesperante.
Igualmente, en otros periodos del año íbamos
a su “Portillejo” a buscar setas, espárragos, o cazábamos conejos.
Y sus ganas de vivir, su amor al mundo, a la
naturaleza y a su belleza, te contagiaban y emborrachaban de libertad, de amor
a los animales, de emociones dispares, de paz y alegría.
Aún me parece verlo entre la luz clara y
azul del amanecer de un domingo de pesca, observando los vencejos que surcaban
libres ese cielo diáfano, reflejado en las aguas dormidas de Alarcón.
Porque tu cuerpo ha desaparecido, Agustín, aunque
esté en el recuerdo y éste sea aire y sueño…; pero tus hechos, tus dichos, tus
ocurrencias y los buenos ratos junto a tu entrañable personalidad, están entre
nosotros, entre tu familia y tus amigos; en mí. No puede irse, no puede
borrarse una vida entera de alegría, de sueños, de proyectos, de amor.
Vives en la memoria de tu gente, de tu
familia y tus amigos, en ese mundo de tiempo sin espacio que ya pasó, y para
volver a él hay que llorar en recuerdos; pero vives todavía porque existes en
nuestros corazones.
¡Cómo olvidar tantos días de amistad, de
viajes al campo, de charlas, de creaciones para aquella carroza, …de pesca!
Recuerdo un día… que al llegar al pantano
por la carreterilla estrecha que sale de Honrubia, una extensa visión de aguas
tranquilas nos gozaba el espíritu. Habíamos dejado atrás los campos sembrados
de girasoles: una extensión amarillenta de siluetas inclinadas hacia el Sol que
invadían las riberas y márgenes de nuestro camino.
Buscábamos un lugar protegido del viento y del sol, con árboles; y mientras
la “Lobi”, la perra pastor alemán que yo tenía, corría e inspeccionaba aquellos
parajes, Agustín y yo limpiábamos el suelo donde montaríamos nuestra pequeña tienda
de campaña.
Era una tarde moribunda y caliente de Julio.
Los pálidos reflejos del Sol sobre las aguas se rompían bruscamente ante el fuerte
timón de las carpas, incitándonos a dejar rápidamente nuestros preparativos de
acampada, bajando a lanzar los anzuelos de nuestras cañas de pesca, esperando
con emoción el “tirón” y la consiguiente lucha de la carpa o el barbo contra
nosotros.
Remangados los pantalones y con los pies
descalzos estuvimos más de una hora sin conseguir nada. Teníamos cada uno dos
largas cañas de bambú, una clavada en la arena fangosa por su portacañas
metálico, con un cascabel atado en la punta extrema para que nos avisase con su
sonido si picaba algún pez; y la otra la
sosteníamos en nuestras manos ansiosas
de capturas, alejados de las primeras unos quince o veinte metros. ¿Cuál sería el
primero de nosotros en sacar una pieza? ¿Y cuál habría pescado más al final de
la tarde?
Los minutos pasaban y nos mirábamos
desafortunados y desesperanzados, pues no picaba nada. Les cambiábamos a los
anzuelos las masillas de patata cocida por unas largas lombrices, y al buen
rato, ante el fracaso, hacíamos lo
contrario con los cebos. Y esperábamos impacientes otros resultados más
favorables. Pero nada.
De pronto, una de las finas y flexibles cañas
de bambú que habíamos dejado solas, la de Agustín, se empezó a arquear
fuertemente. El cascabel sonaba insistentemente con su alegre llamada de
atención. Entonces clavamos precipitadamente en el suelo las cañas que
portábamos en las manos, y corrimos
veloces por la orilla hasta el lugar donde una carpa muy grande luchaba con
fuerza. Era enorme y con su gran vigor doblaba la caña muchísimo, pues
pretendía escaparse buscando el refugio de las profundidades del pantano. Pero
la caña estaba bien sujeta al portacañas y
éste estaba atrancado y presionado
con tres grandes piedras para que no pudiera ser arrancado por los grandes peces.
Agustín cogió la caña y con maestría y
destreza cansaba a la carpa paulatinamente, atrayéndola con suavidad cuando el
pez cesaba de estirar por agotamiento. “La Lobi” ladraba a tanto movimiento,
vocerío y lucha, ambientando o entorpeciendo el momento. Al final la sacó Agustín
por la playeja de lodo, mientras el animal coleteaba y se retorcía inútilmente.
Le desclavó con cuidado el anzuelo y metió a la carpa en un cubo con agua para
que no muriera. ¡Nos regocijábamos y admirábamos del tamaño que tenía el pez
cobrado! ¡Qué alegría después de tanto esperar!
Pero cuando volvimos al lugar donde habíamos
clavado precipitadamente en la arena las otras cañas que teníamos en las manos,
vimos una señal de arrastre en la arena del suelo dirigiéndose hacia el agua, y
la caña de Agustín había desaparecido. Miramos un poco dentro del agua, hasta
donde creímos prudente entrar. Y allí no estaba. Otra enorme carpa había picado
y como la caña estaba sola, el animal había arrastrado hasta el fondo el sedal
y la caña.
Nuestros rostros cambiaron por un momento en
múltiples muecas de sorpresa, de incertidumbre, de rabia, de resignación.
Por la noche, nos cobijamos en mi pequeña
tienda de alta montaña y como no quise, por higiene, que la perra durmiera dentro con nosotros en
una tienda tan pequeña, la dejé fuera, junto a la puerta, pero atada con su
cadena a mi tobillo para que si intentaba marcharse en la noche yo me
despertara; pues si la hubiese atado a un viento de la casa de lona, lo habría
arrancado de un tirón y hubiera destrozado la instalación.
A media noche, cuando estábamos durmiendo
plácidamente, algún ratón, conejo, búho o cualquier otro animal nocturno, puso
a la “Lobi” en guardia y me dio un tirón impresionante que casi me saca de la
tienda. Agustín se reía a carcajada limpia diciéndome:
―¡Vaya ocurrencia! ¡Atarte la perra a un
tobillo!
Amaneció, y antes de que yo me levantara, mi amigo ya estaba pescando.
Su silueta delgada y alta, con el pelo anillado y cubierto con una pequeña
boína negra, portando con sus largos brazos la larga caña que le quedaba,
destacaba en contraluz oscuro sobre el agua azul platino, con un cielo surcado
de madrugadores vencejos y nubes de algodón rojizo, endulzando el paisaje de
aquella inolvidable vez, de aquel día hermoso que no volverá jamás."
ADOLFO MARTINEZ GARCÍA
40 años han pasado, y no hay día que no nos acordemos de él, todos nos vamos a ir algún día, ¡pero hay gente que deja mas huella que otros¡, yo conviví con el 13 años, pero fui al pantano, a pescar cangrejos, y a cantar algunas canciones con la guitarra española o la eléctrica, con su fiel perro "gringo", su boina, y su vaso de vino. Y como solía decir de Broma"...en el mundo hay 3 personas buenas...... Jesucristo, mi tio Miguel y yo". y AHORA ESTÁN LOS TRES JUNTICOS
ResponderEliminar