EL NIÑO ENJUGUETADO
“… En los
primeros cursos del bachillerato, él estudiaba lo justo y no se esforzaba
demasiado, pues dedicaba más el tiempo a
sus juegos y a la lectura de los tebeos y cómic que le entusiasmaban.
Su imaginación y fantasía infantiles eran grandes, y sus pensamientos estaban siempre concentrados en las aventuras e historias que todos los días leía en los dibujos de interesantes colecciones. E igualmente, le ocurría con las películas que les proyectaban los domingos en un viejo y coqueto cine del pueblo, siendo aquellas películas de aventuras otra importante fuente de alimentación para sus fantasías
Volcaba boca abajo una silla de madera, ¡y era un caballo en la época de los caballeros de la tabla redonda!, donde el palo de una escoba era la lanza, y la tapadera de una tinaja, su firme escudo; o, la silla podría ser un caballo en pleno oeste americano, rodeado de indios invisibles a los que disparaba con un revólver hecho con las pinzas de la ropa, haciendo con la boca unos ruidos guturales extraños en los disparos imaginarios.
De esta manera, disfrutaba él solo con su imaginación, mientras estuvo estudiando los primeros cursos de bachillerato, en vez de concentrarse responsablemente en los trabajos académicos. Y, ¡así le pasaba!: ¡Que iba siempre muy justito en los estudios!, pero, aunque en los exámenes de junio le dejaban alguna asignatura pendiente para septiembre, la aprobaba ampliamente después, en los exámenes extraordinarios del famoso mes septembrino, y nunca repitió un curso.
No se
acordaba quien divulgó en la academia que,
para no sentir el daño de “doña mala”, (que era la tabla de madera
con la que, a veces, castigaban a los alumnos por sus travesuras, faltas, etc.), había
que frotarse bien la palma de la mano con un ajo crudo; y eso solían hacer casi
todos los días por si acaso tenían esa mala suerte. Incluso creían que, con el
ajo, podría romperse la regla de madera en algún golpe, pues dichos ajos, endurecían
la piel muchísimo. ¡Eso se cotilleaba
entre los alumnos!
Alguna vez, aleatoriamente, el director les solicitaba la otra mano, la
que no estaba untada de ajo y, desde luego, hacía bastante más daño “doña mala” en la superficie de la palma de esa
otra mano.
Además, se contaban e intercambiaban los argumentos de las películas que habían visto el domingo anterior, si, por ejemplo: uno de ellos había ido a ver la película de un cine determinado y el otro amigo había asistido a diferente sala y proyección . Pero, si los finales de aquellas historias no les gustaban, porque “el bueno” no se casaba con la guapa protagonista, o la justicia quedaba en entredicho si finalmente triunfaba “el malo”; al día siguiente, el lunes, en clase, durante el estudio, ellos les cambiaban los guiones y las hacían terminar como deseaban.
Además, cada uno de los dos chicos, creaban en sus casas unos breves resúmenes de aquellas películas del domingo, con un dibujo inventado y representativo de lo que habían visto, en unas cartulinas estrechas y pequeñas, de unos 5x12 centímetros, que recortaban de los bordes de las cajas de las camisas.
Después,
tras el paso de tantos años, ellos, ya adultos, reflexionarían firmemente que, aquellas
pequeñas cartulinas tenían un gran mérito, y bastante más sus creadores, pues
eran muy jóvenes, todavía niños-adolescentes, pero sabían sintetizar en pocos
renglones toda una película de acción o de amor, inventando magníficamente,
además, un dibujo que las representara.
¡No estaba nada mal para tan cortas edades! También pensaban que tendría algo que ver la influencia de aquel buen profesor de Literatura que tuvieron, pues con él aprendieron felizmente a redactar y a componer un texto. Su influencia fue muy importante. Les cautivaba escucharle recitar un poema, o explicar una lección con aquella voz grave, serena y melodiosa. Fue un gran profesor, pero murió muy joven, aunque ellos lo recordaban como un señor mayor. Murió a los cuarenta años de edad, el 29 de noviembre de 1968, cuando todos sus alumnos eran ya hombres y mujeres de provecho y con su futuro resuelto.
Y, fue en el último curso de bachillerato en donde se despertó a la realidad del estudio aquel niño lector de tebeos, aunque no abandonó totalmente sus fantasías. Ocurrió que, uno de los dos alumnos internos que tenía la academia, era su compañero de curso, y era un buen estudiante; no desaprovechaba el esfuerzo y el dinero que aportaba su padre para su formación; y fue un gran amigo influyente para el despertar del letargo entre tantas aventuras y sueños infantiles.
Era natural de un pueblecito de la provincia vecina; no le gustaba perder el tiempo en fantasías y aprovechaba muy bien las horas para estudiar con todas sus fuerzas. La influencia de sus buenas costumbres hicieron mella en el coleccionista de tebeos; y la pérdida, por su parte, de la inmadurez, adquiriendo más responsabilidad con el buen ejemplo de sus amigos, hicieron que se concentrara firme y seriamente en lo que estudiaba.
Y dedicó toda su atención y esfuerzo para
sacar limpiamente el curso. Aquel año aprobó, en junio, todas las asignaturas
del último curso de bachiller, y con buenas notas; y aprobó, días
después, la reválida. Tres meses más tarde, también aprobó los exámenes del
ingreso de magisterio.
Dejó
de jugar y fantasear con sus caballos blancos de madera y anea; dejó que
desaparecieran vivos los indios en el corral, y dejó de preocuparse y enfadarse
porque no terminara bien y a su gusto una película; o porque el cómic o el tebeo de
turno hubiera cambiado de dibujante o no siguiera el argumento que él desearía.
Aquel mundo infantil de los juegos a héroes y princesas se
fue acabando paulatinamente, dando paso a un adolescente, aún tímido y romántico,
extremadamente sensible, enamoradizo, con vocaciones artísticas y deportivas.
En un viejo baúl de sus abuelos, en la cámara
de la casa, guardó las colecciones de
tebeos y cómic entrañables de la niñez, (y allí continúan existiendo); y
empezaron a llegar los libros de historia, de literatura, de ciencia, de arte,
novelas, ensayos, las tesinas y tesis publicadas por historiadores transmitiendo conocimientos sobre
su pueblo y su gente …Aunque nunca dejó de soñar y tener ilusiones, pues, su fantasía solo permanecía dormida en un
cercano rincón de su mente”.
ADOLFO
MARTÍNEZ GARCÍA