CONFIDENCIAS DE
MADRUGADA
A estas altas horas de
la madrugada, el silencio apacible de nuestra casa sólo es rítmicamente rasgado
por los vaivenes del viejo péndulo del reloj colgado en la pared del segundo
portal. Con este bohemio rumor ambiental y algunas campanadas que, de vez en
cuando, en sus horas, van marcando el lento paso de la noche, me he puesto a
escribir algo, sin saber muy bien qué, pero debiendo hacerlo porque así lo
siento ahora mismo.
Debía estar durmiendo, pero un anhelo
interior, un fuerte deseo, me ha incitado a transmitir algo de lo que pensaba y
estoy pensando en la soledad de la madrugada. Algo que plasmar con las teclas
de la ya clásica y nueva máquina de escribir, la mágica creadora de palabras: es
decir, mi viejo ordenador.
Me venían a mi memoria los recientes momentos
familiares de estos días navideños, donde, a pesar de todo, seguimos cumpliendo
la ancestral tradición de celebrar esta bonita
fiesta religiosa con la familia, superando y vencido todas las posibles
perezas, penas acumuladas y desganas de diversión que pudiera sentir nuestro
corazón; puesto que por estos días, recordamos más aún a quienes nos faltan y jamás volverán.
Pero, ¿Quiénes seríamos capaces de negar a
nuestros hijos y especialmente a nuestros revoltosos y preciosos nietos, la
dicha de sentir el mensaje de la Navidad, la ilusión de los regalos de Papá
Noel o de los Reyes Magos, las buenas voluntades de sus mayores en las clásicas
cenas familiares, y los brindis por un Feliz Año Nuevo?
Y nos reunimos todos como familia en casa de
unos u otros abuelos para sentir más íntimamente la Navidad, mostrando a los
nietos nuestra mejor cara risueña,
mordiéndonos las penas disimuladamente, como ya hicieron a su vez, dándonos
ejemplo, nuestros padres y abuelos. Así debe ser, como así fue siempre.
En nuestra casa, la casa de Carmen y mía, de
nuestros hijos y nietos, nos tocaba estar y comer todos juntos el día de Navidad, y también en la Nochevieja.
Y es muy hermoso y gratificante pensar que, de aquel primer origen de esta hermosa
familia que empezamos Carmen y yo, tras nuestra boda en 1978, hoy, es numerosa,
y nos hemos podido reunir hasta catorce.
Ella, Carmen, fue el origen imprescindible, el crisol fuerte y sereno donde se
fundieron personas tan maravillosas como nuestros hijos y nietos; y aunque
ahora, desde el año 2019, ella nos falta físicamente, está espiritualmente siempre
presente en la mente y corazón de todos. Como también están las fotografías de
su atractivo rostro repartidas por las paredes de la casa, presidiendo
gráficamente todo lo que hemos realizado en familia: la grata comida o cena de
cada momento; los instantes de ocio,
juegos de mesa y televisión; los ratos de paz, sueño y silencio, como puede ser
este, en el que escribo; teniéndola siempre cercana, imaginada y soñada; reina
de nuestros pensamientos y recuerdos; siempre cariñosa, sonriente, dulce e
inolvidable.
Adolfo Martínez García
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