martes, 5 de septiembre de 2023

                                                        RELATOS

…Y volvieron a surgir imágenes de mucho tiempo atrás. Eran de aquella Academia Cervantes, con don Manuel, el director, que se veía a través de la ventana acristalada del balcón de la fachada, la famosa fachada pétrea, llamada en el pueblo «Esquina de Alcañabate». Estaba el profesor dentro de una amplia aula. Inspeccionaba con una vela encendida los cables de la luz, que llegaban hasta una bombilla de alto voltaje, pero apagada. Era ya anochecido y casi no se veía dentro de aquel habitáculo. Aparecían después las imágenes de un estrecho pasillo entre las aulas con estudiantes sentados a lo largo de grandes y rectangulares mesas; pero todas las aulas estaban a oscuras, con sus lámparas de luz apagadas.

 Después, se veían los rostros de dos hermanos gemelos sonriendo irónicamente con otros alumnos, entonces con catorce años, donde había otros muy serios e intrigados,  ignorantes de todo aquello que estaba pasando.

Llegaban a la memoria viejos recuerdos con aquellos “melgos” de la academia, sumamente traviesos y divertidos:

Los famosos melgos eran mayores que el resto de sus compañeros de bachillerato y eran muy ocurrentes e inquietos. Se llamaban… ( bueno, mejor lo guardamos y que intenten adivinarlo los muchísimos alumnos y compañeros de aquellos tiempos ). Sus “fechorías escolares” más divertidas y famosas fueron cuando, en un enchufe, como le decían coloquialmente a las tomas de corriente eléctrica, metieron y conectaron una especie de horquilla metálica, con forma de herradura, a la que le habían acoplado un mango pequeño de madera, de donde la cogían y tocaban para que no les diera “calambre” (corriente eléctrica), pues la mencionada horquilla al ser introducida en los agujeros paralelos de la toma de corriente..., ¡zas!, se producía un sonoro chasquido y se iba la luz. Se quedaban a oscuras en las clases y, entonces..., todos a reír y esperar que don Manuel suspendiera la clase que faltaba por dar y los mandara a sus casas, ya que no se veía nada. Pero aquella faena escolar solo dio resultado la primera vez que lo hicieron; luego hubo otras dos veces más, y siempre le encontró don Manuel una inmediata solución.

Entonces, al suspenderse la última clase que les quedaba, los alumnos podían ir a jugar en la plaza un breve partido de fútbol.

La primera vez que hicieron aquella atrevida travesura, se veía a don Manuel preocupado, era ya bastante tarde y,  creyendo que la empresa de la luz, la Hidroeléctrica Española, la había cortado por alguna avería en la calle u otro lugar cercano, les dejó marchar a sus casas. Y se fueron todos a jugar a la plaza, que era lo que, como jóvenes, estaban deseando.

Pero después, las otras dos veces de la repetida travesura, terminaba pronto la supuesta avería, pues el director, ayudado por una vela encendida, miraba y comprobaba los plomos que estaban donde el contador; (los plomos eran el automático de entonces: un hilo fino de cobre que servía de fusible para unir dos partes cortadas de la instalación, y así dejaba pasar la corriente eléctrica). Al observar el director que ese hilo de cobre estaba roto o partido por el cortocircuito provocado (que don Manuel nunca pensó podría ser obra de los melgos o de cualquier otro alumno atrevido, sino que sería por el motivo anteriormente explicado, o de alguna sobrecarga por el brasero o estufa eléctrica, etc.), simplemente lo reparaba poniendo otro hilo nuevo de cobre que sacaba de un trozo viejo de cordón o cable, guardado con este fin.

Total, que ya no se suspendían las clases y seguía adelante el desarrollo de la programación que correspondiera.

Pero, para otro día, no muy lejano, habían pensado los astutos y atrevidos melgos en cómo solucionar mejor el problema, con otra avería más difícil de encontrar, para que don Manuel no pudiera solucionar inmediatamente otro corte de luz y así dejara salir antes a los traviesos estudiantes.

Tal travesura la tenían bien planeada los famosos hermanitos y la aplicarían cuando no se supieran muy bien la lección, no estuvieran hechos los deberes o tuvieran prisa en salir antes por cualquier motivo. Era un secreto que ellos guardaban celosamente y sería una sorpresa inimaginable.

Pasaron unos días y, otro atardecer, cuando ya era necesaria la luz eléctrica para seguir con las clases, ocurrió que la corriente eléctrica ya estaba cortada de antemano y no lucía ninguna bombilla. ¿Qué había ocurrido? Don Manuel miraba enseguida los plomos, pero se veía intacto el hilo conductor de la corriente eléctrica, sin estar partido por ningún cortocircuito. Mas la luz no se podía dar desde ningún interruptor, nada funcionaba. Don Manuel pensó aquella vez que la avería era más grave y que tendría que avisar a un electricista para que revisara la instalación; pero, de momento, como ya era muy tarde para encontrar un electricista o llamar a la central para comunicarles el fallo detectado y, dado que era muy tarde y no se veía en las clases, suspendió el resto de la jornada y les dejó marchar a todos los alumnos a sus casas, ¡pero se fueron a jugar a la plaza!

El secreto que nadie podía imaginar les fue revelado días después por ellos mismos, por los melgos. Resultó que aquel mismo día, durante el recreo o media hora libre de la mañana, sin profesor ni compañeros presentes, los dos hermanos habían quitado el hilo de cobre conductor de la corriente de los plomos y lo habían sustituido por un pelo del rabo de una mula, que tenía un grosor parecido al del hilo de cobre, pero que no conducía la electricidad; y aunque alguien mirara en los dichosos plomos para ver si el normal hilo de cobre estaba roto y así tenerlo que reponer por otro nuevo, como don Manuel lo vería continuo y bien sujeto no se pensaría que la avería estaba ahí. Y al no quitar el pelo de mula para poner en su lugar el correspondiente hilo de cobre, la corriente eléctrica no pasaba ni continuaba al resto de las aulas, y las luces no se encendían.

Cuando los melgos hicieron aquella gran travesura, todos los alumnos se encontraron con una o dos horas últimas de esa tarde, libres, en la calle, sin clase, y se fueron a jugar a la plaza, como siempre estaban deseando.

Y después, al día siguiente, el electricista avisado para arreglar la avería,   cambiaría el pelo de rabo de mula por un hilo de cobre, y aunque, tal vez, tendría que explicarle algo a don Manuel respecto a dónde estaba la avería, jamás el director la mencionó ni la recriminó a los alumnos; aunque quedó atento y especialmente vigilante para poderlos sorprender y descubrir en otra posible fechoría.

Y nunca más repitieron los melgos cualquier otra travesura. No quisieron arriesgarse más. Y todo quedó en un secreto guardado en las asombradas memorias de sus compañeros de curso, cómplices de aquellas demoníacas travesuras con su solidario silencio.

Pero, miles de sus alumnos, tanto los pacíficos como los traviesos,  llegaron a ser “personas de provecho”, como decían antes nuestros abuelos,  gracias al gran empeño y dedicación que don Manuel puso en su profesión docente, como profesor y director de aquella entrañable gran academia, consiguiendo que sus discípulos se aprendieran las lecciones, hicieran sus deberes  y cultivaran las virtudes y valores humanos más hermosos y encomiables, que guiarían siempre sus jóvenes vidas.

ADOLFO MARTÍNEZ GARCÍA


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